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miércoles, 15 de diciembre de 2010

Hablar con Dios. Meditación Jueves III Semana de Adviento. Ciclo A. 16 de diciembre 2010

Meditación del día de Hablar con Dios
Adviento. 3ª semana. Jueves
VIGILANTES ANTE LA LLEGADA DEL SEÑOR
— El Señor nos invita a estar en vela. Vigilar es amar. «Ven, Señor Jesús».
— Nuestra vigilancia ha de estar en las cosas pequeñas de cada día. La oración diaria, el examen de conciencia, las pequeñas mortificaciones... nos mantienen en vela.
— Purificación interior.
I. El Señor viene con esplendor a visitar a su pueblo con la paz y a comunicarle la vida eterna1.
Viene el Señor a visitarnos, a traernos la paz, a darnos la vida eterna prometida. Y ha de encontrarnos como el siervo diligente2 que no se duerme durante la ausencia de su amo, sino que cuando vuelve su señor lo encuentra en su puesto, entregado a la tarea.
Lo que a vosotros os digo, a todos lo digo: ¡velad!3. Son palabras dirigidas a todos los hombres de todos los tiempos. Son palabras del Señor dirigidas a cada uno de nosotros, porque los hombres tendemos a la somnolencia y al aburguesamiento. No podemos permitir que se ofusquen nuestros corazones con la glotonería y la embriaguez, y las preocupaciones de esta vida4, y perder así el sentido sobrenatural que debe animar todo cuanto hacemos.
El Señor viene a nosotros y debemos aguardar su llegada con espíritu vigilante, no asustados como quienes son sorprendidos en el mal, ni distraídos como aquellos que tienen el corazón puesto únicamente en los bienes de la tierra, sino atentos y alegres como quienes aguardan a una persona querida y largo tiempo esperada.
Vigilar es sobre todo amar. Puede haber dificultades para que nuestro amor se mantenga despierto: el egoísmo, la falta de mortificación y de templanza, amenazan siempre la llama que el Señor enciende una y otra vez en nuestro corazón. Por eso es preciso avivarla siempre, sacudir la rutina, luchar. San Pablo compara esta vigilia a la guardia que hace el soldado bien armado que no se deja sorprender5.
Los primeros cristianos repetían con frecuencia y con amor la jaculatoria: «Ven, Señor Jesús»6. Y aquellos fieles, al ejercitar así la fe y el amor, encontraban la fuerza interior y el optimismo necesarios para el cumplimiento de los deberes familiares y sociales, y se desprendían interiormente de los bienes terrenos, con el señorío que da la esperanza en la vida eterna.
Para el cristiano que se ha mantenido en vela, ese encuentro con el Señor no llegará inesperadamente, no vendrá como ladrón en la noche7, no habrá sorpresas, porque en cada día se habrán producido ya muchos encuentros con Él, llenos de amor y de confianza, en los Sacramentos y en los acontecimientos ordinarios de la jornada. Por eso la Iglesia reza: Escucha, Señor, la oración de tu pueblo, alegre por la venida de tu Hijo en carne mortal, y haz que cuando vuelva en su gloria, al final de los tiempos, podamos alegrarnos de escuchar de sus labios la invitación a poseer el reino eterno8.
II. Es necesario estar vigilantes contra los enemigos de Dios, pero también contra la complicidad que ofrecen nuestras malas inclinaciones: vigilad y orad para no caer en la tentación, porque si bien el espíritu está pronto, la carne es débil9.
Estamos alerta cuando nos esforzamos por hacer mejor la oración personal, que aumenta los deseos de santidad y evita la tibieza, y cuando cuidamos la mortificación, que nos mantiene despiertos para las cosas de Dios. También reforzamos nuestra vigilancia mediante un delicado examen de conciencia, para que no nos ocurra lo que señala San Agustín, como dicho por el Señor: «Ahora, mientras te dedicas al mal, llegas a considerarte bueno, porque no te tomas la molestia de mirarte. Reprendes a los otros y no te fijas en ti mismo. Acusas a los demás y tú no te examinas. Los colocas a ellos delante de tus ojos y a ti te pones a tu espalda. Pues cuando me llegue a mí el turno de argüirte, haré todo lo contrario: te daré la vuelta y te pondré delante de ti mismo. Entonces te verás y llorarás»10.
Nuestra vigilancia ha de estar en las cosas pequeñas que llenan el día. «Ese modo sobrenatural de proceder es una verdadera táctica militar. —Sostienes la guerra –las luchas diarias de tu vida interior– en posiciones, que colocas lejos de los muros capitales de tu fortaleza.
»Y el enemigo acude allí: a tu pequeña mortificación, a tu oración habitual, a tu trabajo ordenado, a tu plan de vida: y es difícil que llegue a acercarse hasta los torreones, flacos para el asalto, de tu castillo. —Y si llega, llega sin eficacia»11.
Si consideramos en nuestro examen de conciencia «las pequeñas cosas de cada día», encontraremos el verdadero camino y las raíces de nuestros fallos en el amor a Dios. Las cosas pequeñas suelen ser antesala de las grandes.
Nuestra meditación diaria nos mantendrá vigilantes ante el enemigo que no duerme, y nos hará fuertes para sobrellevar y vencer tentaciones y dificultades. Y en esa meditación encontraremos los medios para combatir al hombre viejo, esas tendencias menos rectas que continúan latentes en nosotros.
Para conseguir esa necesaria purificación interior es precisa una constante mortificación de la memoria y de la imaginación, porque gracias a ella será posible eliminar del entendimiento los estorbos que nos impiden cumplir con plenitud la voluntad de Dios. Afinemos por tanto en pureza interior, durante estos días de espera de la Navidad, para recibir a Cristo con una mente limpia en la que, eliminado todo lo que va contra el camino o está fuera de él, no quede ya nada que no pertenezca al Señor: «Esa palabra acertada; el chiste que no salió de tu boca; la sonrisa amable para quien te molesta; aquel silencio ante la acusación injusta; tu bondadosa conversación con los cargantes y los inoportunos; el pasar por alto cada día, a las personas que conviven contigo, un detalle y otro fastidiosos e impertinentes... Esto, con perseverancia, sí que es sólida mortificación interior»12.
III. Esa purificación del alma por la mortificación interior no es algo meramente negativo. Ni se trata solo de evitar lo que esté en la frontera del pecado; por el contrario, consiste en saber privarse, por amor de Dios, de lo que sería lícito no privarse.
Esta mortificación, que tiende a purificar la mente de todo lo que no es de Dios, se dirige en primer lugar a librar la memoria de recuerdos que vayan en contra del camino que nos lleva al Cielo. Esos recuerdos pueden asaltarnos mientras trabajamos o descansamos e, incluso, mientras rezamos. Sin violencia, pero con prontitud, pondremos los medios para apartarlos, sabiendo hacer el esfuerzo necesario para que la mente vuelva a llenarse del amor y del deseo divino que dirige nuestro día de hoy.
Con la imaginación puede suceder algo parecido: que moleste inventando novelas de muy diversos tipos, urdiendo historias fantásticas que no sirven para nada. «Aleja de ti esos pensamientos inútiles que, por lo menos, te hacen perder el tiempo»13. También entonces hay que reaccionar con rapidez y volver serenamente a nuestra tarea ordinaria.
De todas formas, la purificación interior no se limita a vaciar el entendimiento de pensamientos inútiles. Va mucho más allá: la mortificación de las potencias nos abre el camino a la vida contemplativa, en las diversas circunstancias en las que Dios nos haya querido situar. Con ese silencio interior para todo lo que es contrario al querer de Dios, impropio de sus hijos, el alma se encuentra dispuesta al diálogo continuo e íntimo con Jesucristo, en el que la imaginación ayuda a la contemplación –por ejemplo, al contemplar el Evangelio o los misterios del Santo Rosario– y la memoria trae recuerdos de las maravillas que Dios ha hecho con nosotros y de sus bondades, que encenderán de gratitud el corazón y harán más ardiente el amor.
La liturgia de Adviento nos repite muchas veces este anuncio apremiante: El Señor está para llegar, y hay que prepararle un camino ancho, un corazón limpio. Crea en mí, ¡oh Dios!, un corazón puro14, le pedimos. Y en nuestra oración hacemos hoy propósitos concretos de vaciar nuestro corazón de todo lo que no agrada al Señor, de purificarlo mediante la mortificación, y de llenarlo de amor a Dios con constantes muestras de afecto al Señor, como hicieron la Virgen Santísima y San José, con jaculatorias, actos de amor y de desagravio, con comuniones espirituales...
Muchas almas se beneficiarán también de este esfuerzo nuestro para preparar una morada digna al Salvador. Le podremos decir a muchos que nos acompañan por nuestros mismos senderos lo que expresa con sencillez aquella antigua copla popular: Yo sé de un camino llano / por donde se llega a Dios / con la Virgen de la mano.
A ella le pedimos que nuestra vida sea siempre, como pedía San Pablo a los primeros cristianos de Éfeso, un caminar en el amor15.
1 Antífona de entrada. Viernes de la 3ª Semana de Adviento: Cfr. Mc 13, 34-37. — 2 Mc 13, 37. — 3 Lc 21, 34. — 4 Cfr. 1 Tes 5, 4-11. — 5 1 Cor 16. — 6 Cfr. Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1981, nota Mc 13, 33-37. — 7 1 Tes 5, 2. — 8 Oración colecta del día 21 de diciembre. — 9 Mt 26, 41. — 10 SAN AGUSTÍN, Sermón 17. — 11 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 307. — 12 Ibídem, n. 173. — 13 Ibídem, n. 13. — 14 Sal 50, 12. — 15 Cfr. Ef 5, 2-5.

Extraído de www.hablarcondios.org / www.franciscofcarvajal.org.
Con licencia eclesiástica. Para uso personal, prohibida su distribución.

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