1.- RETORNEMOS UNA VEZ MÁS…
Por Antonio García-Moreno
1.- IDOLATRÍA DE HOY.- Otra vez el pueblo escogido se ha olvidado de Dios, le vuelve la espalda y busca un dios más fácil, más hecho a la corta medida de sus corazones. Un dios manejable, un dios al que traigan y lleven de un lado para otro. Por eso se hicieron un becerro de oro, un ídolo semejante al que habían visto en Egipto… Pobre corazón del hombre fabricándose dioses a su corta medida. Un amuleto, unos cuernos, una herradura, un gesto, una palabra, un número...
Otras veces el ídolo adorado es un hombre, una voz, un rostro, unas piernas que dan patadas o, en el peor de los casos, unos billetes verdes o azules, aunque estén viejos y manchados... Y ante todo eso se postran, por todo eso se afanan, se sacrifican sin escatimar nada. La historia, de un modo o de otro, se repite. Todos los hombres somos iguales, pueblo de dura cerviz, que se empeña en seguir su propio camino, en lugar de recorrer el que Dios ha señalado... Ojalá que reconozcamos nuestro pecado de idolatría y lo abandonemos. Ojalá volvamos nuestros ojos al Dios verdadero, el que de veras nos redime y nos salva.
No te enfades, Señor, con nuestra absurda actitud, no te llenes de ira al vernos tan lejos de ti, tan cerca de esos ídolos de nuestro cine y nuestro deporte, tan creídos en el poder mágico de cosas sin sentido. Al fin y al cabo somos hijos tuyos, obra de tus manos. Estamos bautizados, hemos sumergido en el agua a nuestro hombre viejo, lo hemos matado para hacer posible la resurrección de este hombre nuevo. Somos conquista tuya, tú nos ha ganado en el brutal combate del Calvario.
Y nos dice el texto sagrado que el Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo... Repite tu gesto, tu perdón. Sí, no tomes en cuenta nuestras chiquilladas. No descargues el duro golpe de tu puño. Perdónanos una vez más. Y que tu perdón, tantas veces repetido, nos haga rectificar seriamente nuestra torcida ruta y encaminemos, decididamente, nuestros pasos hacia ti.
2.- RETORNAR SIEMPRE.- Jesús, rodeado de publicanos y pecadores, escandaliza a la gente honorable de su tiempo. Ellos, los nobles y los sacerdotes, no podían admitir que quien pretendía ser el Mesías, el Rey liberador de Israel, alternara con aquella chusma. Por eso le criticaban y murmuraban entre ellos. El Señor, como siempre, sabe lo que está ocurriendo y pronuncia entonces las más bellas y entrañables parábolas que salieron de sus labios, la de la oveja perdida y la del hijo pródigo.
¿Cómo no ha de ir el pastor en busca de la oveja perdida, cómo se va a quedar tranquilo mientras no la encuentre? Dejará, eso sí, en lugar seguro el resto del rebaño, pero luego recorrerá el valle y la montaña, palmo a palmo, para llamar con silbos de amor a la oveja extraviada. Y eso es lo que hace Cristo con cada uno de nosotros, pobrecitas pecadores, hasta que logra encontrarnos, malheridos quizás y hambrientos, tristes y solos.
Sí, Jesús es el Buen Pastor que busca a sus ovejas a riesgo de su propia vida, el que se alegra cuando la encuentra, el que la acaricia y la consuela, el que carga con ella sobre sus hombros y vuelve dichoso al redil, porque apareció la que ya se daba por perdida… Para que entendamos lo que nos quiere decir, añade Jesús la parábola de la mujer que pierde una dracma y lo revuelve todo hasta dar con ella. Y, sobre todo, por si todavía estuviera oscura su doctrina de perdón y de amor, expone la parábola del hijo pródigo. Ese hijo menor, el más querido quizá, que pide su herencia con afán de independencia y de libertad, para abandonar a su padre y malgastar lo que tanto sacrificio y trabajo había costado. Conducta cruel y absurda que revivimos en nosotros mismos cada vez que cometemos un pecado mortal.
Aquel joven libertino pronto pagaría con creces su insensatez y su maldad, pronto gustaría la amargura de la soledad, el abandono de los que le festejaban cuando tenía dinero y le volvieron la espalda cuando se le acabó. Allí, entre aquellos cerdos, rumiaba su dolor y su vergüenza, lloraba en silencio al recordar la casa de su padre, cuyos jornaleros vivían mil veces mejor que él. Recuerdo de la bondad y cariño de su padre que le hace renacer a la humilde esperanza de su perdón, aunque ya no pueda ser como antes, aunque ya no sea considerado como un hijo. Se contentaría con ser el último de sus criados. Incluso así estaría mucho mejor que entonces. En un arranque de valor y de humildad decide volver, sin importarle presentarse harapiento y vencido.
Cada atardecer se asomaba al camino aquel padre que no podía olvidar a su hijo menor y perdido, deseando su retorno con toda el alma. Por eso cuando le ve venir sale corriendo a su encuentro, lo estrecha entre sus brazos, le besa, ríe gozoso y también llora. Jesús piensa en el Padre que tanto ama a sus hijos que no ha dudado en entregar al Unigénito para redimir a los pecadores. Reflexionemos en todo esto, dejemos de una vez el andar tras del pecado, retornemos una vez más, siempre que haga falta, pobres hijos pródigos hasta la casa paterna, donde Dios nos espera con los brazos abiertos.
2.- LA ALEGRIA DEL ENCUENTRO
Por José María Martín OSA
1.- Triunfa la misericordia. El pecado es una infidelidad al amor que Dios nos tiene, y no una mera infracción de un código externo. El pecado nos separa de Dios, principio de vida. Pero el Salmo Penitencial (nº 50) y el Evangelio de la Misericordia (las tres Parábolas del capítulo 15 de Lucas) transmiten una feliz noticia: que Dios es misericordioso y bueno con nosotros. En el fragmento del salmo se expresan dos sentimientos: el reconocimiento de nuestro pecado ante Dios y la seguridad de ser renovados por su Espíritu en lo más íntimo de nuestro ser. El perdón que Dios nos regala es una nueva creación, una renovación interior expresada mediante la imagen de "un corazón nuevo". La purificación profunda que el salmista pide a Dios produce la restauración de las relaciones con Dios. El pecador arrepentido se siente perdonado por Dios y quiere que todos lo conozcan: "Señor, me abrirás los labios y mi boca proclamará tu alabanza". Quiere que todo el mundo experimente la misericordia de Dios y se hace pregonero de su amor. Dios acepta como única ofrenda "un corazón quebrantado y humillado".
2.- Alegría que se comparte. En evangelio de Lucas se describen tres parábolas de la misericordia: la oveja perdida, la moneda perdida y el hijo pródigo. En las tres se trata de algo que se ha perdido y que es reencontrado con alegría: la oveja perdida y encontrada, la dracma perdida y encontrada, el hijo perdido y encontrado. En los tres casos la alegría pide ser compartida y hacerse solidaria (con amigos y vecinos; con los ángeles); aquello hallado después de afanosa búsqueda representa al pecador reconciliado con Dios, perdonado por Dios. Y en esta alegría las cuentas de Dios nos desconciertan: “habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”. Una oveja reencontrada parece valer más que las otras 99, una dracma más que diez. Las 99 ovejas y las nueve dracmas representan en las parábolas a quienes presumen, se sienten seguros de sí, y se anteponen a los pecadores (San Agustín). Dios misericordioso es un Padre que se alegra y hace fiesta por el hijo muerto que ha vuelto a la vida, que estaba perdido y ha sido hallado. También en la tercera parábola la alegría pide ser compartida, aunque no lo comprendió así el hijo mayor.
3.- El amor misericordioso de Dios es el protagonista de este evangelio. Está representado en el pastor que va tras la oveja perdida, en la mujer que encuentra la moneda y en el padre que espera la vuelta de su hijo. La tercera Parábola debería llamarse mejor "Parábola del Padre Pródigo en amor", o "Parábola del Padre que sale al encuentro y perdona". Es magnífico saber que a su padre no le interesa saber si su hijo está arrepentido, no le interesa conocer los motivos por los que regresa, no le importa que su hijo vuelva a hacer lo mismo otra vez. Ha vuelto a casa. ¡Qué alegría! También podríamos decir, como nos hacía ver el Papa Juan Pablo II en su Encíclica “Dives in Misericordia”, que esta parábola trata no sólo de la imagen de Dios que es Misericordia sino también de la imagen del hombre, de cuánto vale el hombre ante el amor de Dios, todo hombre, cada hombre, un pecador, de la dignidad del hombre. La Misericordia de Dios se inclina hacia el hombre no para humillarle y hacerle sentir el peso de su condición de criatura y de su pecado sino para elevarlo y enaltecerlo. Hemos de darnos cuenta de que Dios nos lleva en la palma de la mano, sólo quiere nuestra autorrealización personal. Esta es la invitación que el Padre nos hace, ¿la aceptamos?
4.- Intentar ser como el padre. La actitud de Dios es la acogida, la comprensión y el perdón. Es semejante a lo que me contó hace unos días un joven: "Una mañana cuando me dirigía al trabajo en mi coche recién estrenado fui golpeado levemente en el parachoques por otro automóvil. Los dos vehículos se detuvieron y el chico que conducía el otro coche bajó para ver los daños. Yo estaba asustado, reconocía que la culpa había sido mía. Me daba terror tener que contarle a mi padre lo que me había sucedido, sabiendo que sólo hacía dos días que mi padre lo había comprado. El otro chico se mostró muy comprensivo tras intercambiar los datos relativos a las licencias y el número de matrícula de ambos vehículos. Cuando abrí la guantera para sacar los documentos me encontré con un sobre con una nota de puño y letra de mi padre, que decía: "hijo, en caso de accidente, recuerda que a quien quiero es a ti, no al coche". Yo pensé al escuchar este relato: si esto lo hacen los padres y los amigos, cuánto más Dios que es Padre misericordioso. Pensé además, que Dios nos da siempre una nueva oportunidad. No quiero ser sólo el que recibe compasión, quiero ser el que la ofrece. Intentaré ser como el Padre.
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