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sábado, 13 de noviembre de 2010

Homilias Domingo XXXIII Tiempo Ordinario. Ciclo C. 14 de noviembre 2010

1.- CÓMO CREER EN DIOS, EN TIEMPOS REVUELTOS
Por Gabriel González del Estal
1.- Este domingo es realmente el último domingo del año ordinario litúrgico y las lecturas nos hablan del final de los tiempos. Para un judío observante ninguna imagen podía hablar con más dramatismo y elocuencia del final de los tiempos que la imagen del templo de Jerusalén destruido y en ruinas. El templo de Jerusalén era la más grande imagen visible de la presencia de Yahvé en medio de su pueblo. El templo destruido es imagen del pueblo de Israel destruido. Cuando Jesús les habla a sus discípulos de la destrucción del templo, estos piensan necesariamente en la destrucción del mundo, de este mundo. Será un tiempo de pánico, de terremotos, de guerras, de epidemias y de hambre. A ellos, a los discípulos, les echarán mano, les perseguirán, les llevarán a la cárcel. ¿Qué hacer, cómo comportarse en esos momentos tan revueltos? Jesús se lo dice con claridad: dar testimonio de su fe con fortaleza y perseverancia, no perder nunca la esperanza. Este, creo yo, que es el mensaje que nos traen a nosotros las lecturas de este domingo. También nuestro tiempo es un tiempo revuelto, de templos vacíos de jóvenes, de una sociedad que vive mayoritariamente de espaldas a Dios, de una cultura agnóstica y atea, de unos medios de comunicación irreverentes con lo religioso. ¿Qué tenemos que hacer? Lo que Cristo dijo a sus discípulos: dar testimonio de nuestra fe, un testimonio claro e inteligible para la sociedad en la que vivimos; un testimonio de esperanza, de confianza, de fe y de amor a nuestro Dios y a nuestro prójimo. Jesús de Nazaret dijo a sus discípulos que ni un cabello de sus cabezas se iba a perder sin el consentimiento de nuestro Dios. No perdamos nuestra fe y nuestra confianza en Dios, en estos tiempos tan revueltos en los que nos ha tocado vivir.
2.- A los que honran mi nombre los iluminará un sol de justicia. El profeta Malaquías es el último de los doce profetas menores de la Biblia. Cuando Malaquías escribe su libro, el pueblo judío ya había vuelto del destierro persa, pero su fe en la bondad y en el poder de Yahvé estaba en crisis. Veían que los malos tenían tanta suerte o más que los buenos, los cumplidores de la Ley, y se preguntaban: ¿qué ventajas tiene el cumplimiento de los mandamientos del Señor? A esta pregunta es a la que responde el profeta: los malos perecerán, no quedará de ellos ni rama, ni raíz, en cambio a los buenos, a los que cumplan los mandamientos del Señor, les iluminará un sol de justicia. Es una promesa de justicia escatológica; en este mundo no hay justicia, pero en el Reino de Dios sí la habrá. Esta reflexión del profeta Malaquías es válida también para nuestro tiempo. Tampoco en el mundo en el que vivimos nosotros, los ciudadanos de este siglo XXI, hay justicia. Los malos, los que a nosotros nos parecen malos, parecen tener tanta suerte y, a veces, más que los buenos, los que a nosotros nos parecen buenos. ¿Qué nos queda esperar? Que Dios hará justicia y que hacer el bien tendrá siempre su premio. De cualquier modo, procuremos nosotros, entre tanto, luchar contra la injusticia de este mundo, porque esa es una de las mejores maneras que nosotros tenemos de hacer el bien.
3.- El que no trabaja, que no coma. Muchos cristianos de Tesalónica pensaban que el día del Señor, el final de los tiempos, iba a llegar de un día para otro. ¿Para qué trabajar, entonces? San Pablo les dice que sigan trabajando para ganarse el pan, como él mismo ha hecho siempre. ¡Aquellos sí que eran tiempos revueltos! Nosotros no creemos que el día del Señor vaya a llegar mañana, pero, evidentemente, también hay entre nosotros algunas personas “que viven sin trabajar, muy ocupados en no hacer nada”. Muchos de estos, desgraciadamente, no trabajan porque no pueden, algunos porque no quieren. A ver si entre todos conseguimos que el consejo de San Pablo pueda hacerse realidad y todos los parados pueden comenzar a trabajar mañana mismo. ¡Dios lo quiera!
2.- DIOS NO NOS OLVIDA
Por Antonio García-Moreno
1.- AVISO IMPORTANTE.- Dios avisa de cuando en cuando a sus hijos los hombres, nos recuerda que todo esto ha de terminar, nos hace caer en la cuenta de que todo pasa, de que vendrá un día en el que caerá el telón de la comedia de esta vida. Día terrible, día de la ira, día de lágrimas, día de fuego vivo. A veces el corazón se nos encoge, nos asustamos ante el recuerdo de que este mundo puede derrumbarse estrepitosamente, al saber el potencial de armas atómicas y químicas que hay almacenado, al conocer que pueden volver los días tristes de una guerra, que nuevamente podemos vivir huyendo, temiendo que nos maten como a ratas.
No, Dios no quiere asustarnos. Y mucho menos trata de tenernos a raya con terribles cuentos de miedo, o con narraciones terroríficas de ciencia ficción. Dios nos habla con lealtad y, como alguien que nos ama entrañablemente, nos avisa del riesgo que corremos si continuamos metidos en el pecado. Sí, los perversos, los empecinados en vivir de espaldas a Dios, los malvados serán la paja seca que devorará el gran incendio del día final.
No, no se trata de vivir amedrentados, de estar siempre asustados, como alguien que espera de un momento a otro el estallido pavoroso de un artefacto atómico. No, Dios nos quiere serenos, felices, optimistas, llenos de esperanza.
Pero esa serenidad, esa paz tiene un precio. El precio de nuestra respuesta generosa y permanente al grande y divino amor. Así los que aman a Dios esperarán el día final con tranquilidad, con calma, con alegría. Con los mismos sentimientos que embargan al hijo que espera la vuelta del padre, con el mismo deseo que la amada espera al amado. Para los que han luchado por amar limpiamente, el fuego final no abrasará, no aniquilará. Ese fuego será calor suave y vivificante, resplandor que ilumine hasta borrar todas las sombras, hasta vencer el miedo de la noche con el alegre fulgor de un día eterno.
2.- LAS PIEDRAS DEL TEMPLO.- Algunos ponderaban, y con razón, la belleza y suntuosidad de las construcciones del templo. Herodes quiso congraciarse con los judíos que le odiaban abierta e intensamente. Por eso no escatimó en gastos ni en tiempo. Quería demostrar lo indemostrable: que él era también un piadoso creyente en Yahvé, aun cuando no era hebreo sino idumeo. Los judíos nunca se dejaron engañar. Aunque reconocían la magnificencia de este hombre, no olvidaban que seguir reinando era preciso hacer de la religión un recurso político más.
Grandes piedras de corte herodiano, propio de la época de Augusto emperador, preparadas para su colocación. Los apóstoles se quedan asombrados y así lo expresan con toda sencillez delante del Maestro. Pero sus palabras no encontraron eco en el Señor. El sabe en qué terminará todo aquello, dentro de no mucho tiempo. Sólo quedará un montón de ruinas y un tramo de muro descarnado, donde los judíos se lamentarán por siglos. Todavía hoy se escuchan sus letanías dolientes en esos grupos de hebreos que llegan de todos los rincones del mundo, a llorar y verter allí tanto y tanto dolor como ha afligido a su pueblo a lo largo de la Historia.
El Señor entrevé la caída de Jerusalén, y también recuerda por unos momentos el fin del mundo. Esos momentos finales en los que surgirán falsos profetas y mesías, proclamando ser los portadores de la salvación eterna. Jesús nos pone en guardia a todos. No vayáis tras de ellos, nos dice. No les creáis cuando afirmen que el fin está ya cerca. Habrá guerras y revoluciones, pero todavía no ha llegado el momento. Por eso hay que permanecer serenos, no dejarse llevar por el pánico, tener la confianza puesta en Dios que no nos abandonará en esos terribles momentos.
De todos modos serán circunstancias terribles, situación que si se prolongase demasiado acabaría con todos. Pero por amor de los elegidos, dijo el Señor, aquellos días se acortarán. Por eso hay que guardar la calma y saber esperar. Es cierto que a veces la persecución puede desanimarnos. Sobre todo esa de que habla hoy el Señor, la persecución de nuestros propios seres queridos, la persecución de los nuestros, de esos que creen también en Jesús y predican como nosotros el amor y la comprensión para todos, incluso para los enemigos. Por una causa inconcebible, se volverán contra nosotros, nos mirarán con desprecio disimulado o abierto, nos excluirán, nos silenciarán, nos arrinconarán.
Hay que reaccionar con serenidad, pensar que Jesucristo ya lo había predicho antes de que ocurriera. Precisamente para que cuando ocurriese permaneciéramos tranquilos, sin responder con la misma moneda de odio y desprecio. El Señor nos defenderá, él nos protegerá y nos librará. Dios no nos olvida. Tan presente nos tiene, que ni un solo cabello de la cabeza caerá sin su beneplácito. Permanezcamos siempre fieles, convencidos de que mediante la paciencia ganaremos nuestras almas.

3.- LOS CIMIENTOS DEL MUNDO NUEVO
Por José María Martín OSA
1.- Viene el sol de justicia. El profeta Jeremías ejerció su actividad después del destierro. Hay una situación desastrosa: pobreza material y pobreza moral. El culto que se le tributa a Dios está vacío y se ha contaminado con prácticas ajenas al judaísmo. Malaquías anuncia el culto perfecto de la era mesiánica, el sacrificio de la Nueva Alianza. Anuncia la llegada de un mensajero, que algunos identifican con Elías. Para nosotros este mensajero es Jesús, quien va a restaurar el verdadero culto en “espíritu y en verdad”. Los arrogantes y orgullosos no le reconocerán, pero llegará “el sol de justicia”. Frente al culto al dios solar de los pueblos paganos, Malaquías anuncia la llega de este sol de justicia, que evoca su poder de purificar, de volver justo. El título “sol de justicia” lo aplicamos a Cristo resucitado. En este final del año litúrgico hemos de poner nuestros corazones hacia la venida del Señor, que viene a transformar nuestra vida, El es la fuente de nuestra esperanza. Examinemos si el cuto que tributamos es el que espera Dios.
2.- El que no trabaja, que no coma. Los cristianos de Tesalónica habían entendido mal lo que Pablo les decía en su primera carta. Creen que la parusía, la venida del Señor, es inminente y por eso no merece la pena trabajar ni esforzarse, pues el fin del mundo se avecina. Esta segunda carta que hoy leemos es una invitación a la esperanza y al esfuerzo. No podemos justificar con argumentos religiosos el abandono y la pereza, al contrario debemos esforzarnos por unir fe y vida. Nuestro compromiso bautismal nos exige implicarnos en la construcción de un mundo mejor. Pablo habla muy claro: “el que no trabaja, que no coma”. Durante esta semana pasada la Palabra de Dios nos animaba a ser buenos administradores de los dones que Dios nos ha dado, lo peor de todo es echarse a dormir y dejar de hacer aquello que Dios y los demás esperan de nosotros. Me viene a la memoria la frase que solía decir una catequista de mi parroquia: “lo que tú no hagas, quedará definitivamente sin hacer”. Cada uno tenemos una misión que cumplir mientras vivimos en este mundo, no defraudemos a Dios. El mismo Pablo pide que sigan su ejemplo: allí donde iba predicaba la Palabra, pero también colaboraba en las tareas de la casa donde se alojaba. Pablo invita a la perseverancia y a la acción: “a Dios rogando y con el mazo dando…”
3.- Este mundo pasará. En este domingo 33º del tiempo ordinario, cerca ya del término del año litúrgico, el pasaje del evangelio de San Lucas que acabamos de escuchar orienta nuestra atención hacia la vuelta del Señor al final de los tiempos. Es parte del llamado “discurso escatológico”, sobre las realidades últimas de la historia. En el evangelio, Jesús anuncia, a los que admiran la belleza del templo, que vendrán días en los que de lo que contemplan no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida. Nosotros sabemos que en el año 70, Jerusalén fue duramente arrasada por las tropas romanas, y su magnífico templo destruido. Jesús habla en general, no sólo se refiere al templo de Jerusalén, predice que todo pasará: el mundo material que contemplamos no es para siempre. Así concluimos también al constatar la caducidad inapelable de lo material. Es, asimismo, la experiencia que vamos teniendo, según se suceden las generaciones. Cada día contemplamos, en efecto, el sucederse de las cosas y de las personas. Tal vez por esto no tuvo Jesús réplica a pesar de ser tan radical en su afirmación. Se levantará pueblo contra pueblo y reino contra reino; habrá grandes terremotos y hambre y peste en diversos lugares. Las circunstancias de la vida y del mundo serán en general adversas para el hombre. Pero, de modo particular, para los justos, para los que, fieles a Jesucristo, quieran vivir su Evangelio. Es muy interesante saberlo de antemano, para que no nos extrañemos de ser mal acogidos o de presentir que nos criticarán si somos fieles al Evangelio y, más aún, si damos testimonio de vida cristiana: Os echarán mano y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, llevándoos ante reyes y gobernadores por causa de mi nombre: esto os sucederá para dar testimonio. De algún modo también ahora sucede esto. Aunque no estamos en el fin del mundo, es habitual que lluevan críticas sobre los cristianos. Se ve a Dios y a lo que de Él procede como un enemigo o un rival al que combatir; alguien y algo de lo que librarse a toda costa, pues sería contrario a la capacidad y necesidad humana de desarrollo y felicidad.
4.- Nuestro cimiento es Jesucristo. La actuación de Jesús arroja no poca luz sobre la situación actual. A veces, en tiempos de crisis, como los nuestros, la única manera de abrir caminos a la novedad creadora del reino de Dios es transformar aquello que alimenta una religión caduca, pero no genera la vida que Dios quiere introducir en el mundo. Renovar algo vivido de manera sacra durante siglos no es fácil. No se hace condenando a quienes lo quieren conservar como eterno y absoluto. Los cambios exigidos por la conversión al reino de Dios hacen sufrir a muchos. Él quería llamar la atención sobre el cimiento fundamental de nuestras seguridades. La ruina del templo es un signo de que la base de sustentación de nuestra esperanza no pueden ser las cosas exteriores, por grandiosas y espléndidas que sean, sino la conversión del corazón, la fe y la confianza puesta en Dios, que dan paso a la constancia: “Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”. Como ha resaltado el Papa Benedicto XVI en la consagración del templo de la Sagrada Familia de Gaudí de Barcelona, nuestro cimiento no es el edificio del templo, ni siquiera la Iglesia, sino que estamos cimentados en Jesucristo. Debemos cultivar la amistad con El, único fundamento de nuestra vida. Frente a tantas preguntas sobre el fin de este mundo físico y concreto, Jesús no responde directamente, pero algo queda muy en claro: “no tengáis pánico”.
5.- Comprometidos en la construcción de un mundo nuevo. La globalización, una tremenda calamidad en varios aspectos, no nos puede asustar porque es el signo de la agonía de un mundo que no queremos y al cual no pertenecemos. No podemos tener miedo, porque tenemos una esperanza sería y fundada en que otro mundo es posible. La tarea de todos los discípulos de Jesús es vivir de tal forma que apuntemos en todo lo que hacemos, decimos y soñamos hacia ese otro mundo posible, donde ya no habrá más lágrimas porque las exclusiones, los odios, los anatemas, las cruzadas, y las luchas habrán terminado. El anuncio del Evangelio no es otro anuncio que el proclamar la certeza de la victoria de ese nuevo mundo y de saber que otros mundos deben terminar. El compromiso cristiano es hacer real las palabras que anunciamos. Hay varios mundos que no queremos y que nos alegran que lleguen a su fin. La religión que separa, que divide, y que sacraliza costumbres, debe acabarse. Los predicadores que asustan y condenan también terminarán para dar lugar a aquellos y aquellas que anuncian un Evangelio que nos marca un camino de alegría en la inclusión. Seguramente muchos y muchas tendrán miedo de ese nuevo mundo de libertad, de felicidad, de creatividad, de placer, de autonomía. Muchos se negarán en la fe a crecer y ser adultos. Dios nos quiere responsables, asumiendo nuestras historias e identidades. Muchos cristianos y cristianas están trabajando por construir una nueva sociedad y una nueva Iglesia, y por eso son perseguidos, calumniados y asesinados. La realidad de la emigración, el sufrimiento y la injusticia interpelan siempre a la Iglesia. El sufrimiento y la injusticia son lugares de Dios. El sufrimiento y la injusticia exigen ir más allá de la acción individual y plantear respuestas estructurales y políticas. Debemos asumir prácticamente el legado de Jesús, "que pasó por el mundo haciendo el bien".

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