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viernes, 17 de junio de 2011

HOMILIAS: DOMINGO SOLEMNIDAD DE LA SANTISIMA TRINIDAD. CICLO A. 19 DE JUNIO 2011

HOMILIAS: DOMINGO SOLEMNIDAD DE LA SANTISIMA TRINIDAD. CICLO A. 19 DE JUNIO 2011
1.- EL MISTERIO DEL DIOS-AMOR
Por José María Martín OSA
1.- Dios ama al mundo. Celebramos el misterio de la Santísima Trinidad, celebramos que Dios es amor. Es el Dios del amor del que habla la segunda carta a los Corintios. Todavía no hace mucho tiempo que leíamos en los catecismos -y lo aprendíamos- que los enemigos del alma son tres: mundo, demonio y carne. Es una simplificación de algo tan terriblemente complejo como es el pecado del mundo. Con la fórmula antedicha llegamos a reducir la carne al sexo. Del demonio hemos creado un personajillo, muy malo, eso sí, pero ridículo. Y en cuanto al mundo, casi siempre lo reducimos al mundo de los espectáculos y frivolidades, o a un mundo tan maravilloso que "podría distraernos" de nuestro ser cristianos. De ahí ha surgido, sin duda alguna, esa actitud de miedo secular por parte de los creyentes, que les empuja a huir del mundo o a protegerse contra el mundo. Por eso resulta sorprendente releer en el Evangelio que Dios ama al mundo hasta el punto de haberle entregado su propio Hijo. Es cierto que, al decir esto, el Evangelio se refiere al mundo humano. Pero, por otra parte, esto tampoco significa que se refiera sólo a los hombres, sino al mundo creado por Dios y entregados al quehacer de la razón y sentimientos humanos. De este mundo -todo lo malo y peligroso que se quiera- se dice que es objeto del amor de Dios. Por eso mismo precisamente nos consta que también el mundo es objeto de salvación.
2.- Nosotros debemos amar al mundo. El amor de Dios es el que cambia y transforma, el que santifica cuanto ama. Y es de suponer que sólo una actitud de acercamiento y de amor al mundo -por parte de los creyentes- podrá salvarlo del pecado. Porque los que odian y desprecian al mundo sólo pueden contribuir a su destrucción y perversión. Sin embargo, el que ama al mundo es capaz, por amor, de reconstruirlo, de purificarlo, de santificarlo. Si un día nos decidiésemos a amar de verdad al mundo (a amarlo más que para apropiárnoslo o para explotarlo) es posible que descubriésemos como este mundo tan malo -tan enrarecido y empecatado, tan hostil y cubierto de injusticias- empezaba a ser mejor, a ser como Dios quiere. Si Dios ama al mundo, ¿por qué nosotros no?
3.- Dios está a nuestro favor. El juicio de Dios es para la salvación no para la condenación porque "la misericordia se ríe del juicio". El papa Benedicto XVI nos lo recuerda: "Es un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo, su amor contra su justicia. El cristiano ve perfilarse ya en esto, veladamente el misterio de la Cruz: Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre él mismo, lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo, reconcilia la justicia y el amor". El que cree en Jesucristo tiene vida eterna. Dios ama con un amor tan grande las cosas que ha hecho y al hombre en particular, que cuando ve cómo la corrupción y la tiniebla del pecado ha entrado en ellos, quiere salvarnos. Y lo hace enviando a su propio Hijo, que muere en la cruz por todos los hombres. En su muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar vida al hombre y salvarlo. Como ha subrayado el Papa, poner la mirada en el costado traspasado de Cristo ayuda a comprender hasta qué punto Dios nos ama: "es allí en la cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el amor. Desde esta mirada el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar".
3.- La voluntad de Dios es salvarnos. Hay algo muy importante que nos enseña la Palabra de Dios de este domingo. Cristo no vino a condenar. Tampoco a "separar" los dos "mundos". El libro del Éxodo nos recuerda que es “un Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad”. Viviremos rodeados del mal, como el trigo y la cizaña. Pero Cristo vino a salvar. Creer en El es empezar a vivir. Rechazar libremente la luz es rechazar la salvación, es escoger las tinieblas a la luz, juzgarse a sí mismo y firmar la propia condena. El evangelista Juan insiste en que no es necesaria una sentencia condenatoria de Dios. Tampoco la niega e incluso habla de ella en alguna ocasión. Pero es el mismo hombre quien por su obstinación en rechazar la Verdad y cerrarse a la salvación está ya juzgado. No obstante siempre nos quedará la oportunidad de mirar y admirar el amor manifestado por Jesucristo en la Cruz. De El nos viene la salvación. Creer en el Hijo significa aceptarlo como Salvador y dador de vida eterna. Quien así lo hace, participa ya ahora en la vida eterna que él ofrece a todos los hombres. Él vino a ofrecer a todos la vida eterna; la sentencia de condena se la da el que rechaza la vida y la salvación que el Hijo ofrece: éste permanece en la muerte y, por tanto, él mismo se condena. El mundo es objeto del amor de Dios. La voluntad de Dios es de salvación universal (no para unos cuantos) y no de condenación (¡y hay quienes todavía no se han enterado!). Su amor por el mundo es tan grande que "entregó a su Hijo único para salvarlo. “El Dios del amor y de la paz está con nosotros”, exclama Pablo en la carta a los Corintios.
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2.- EL DIOS QUE BAJA Y SE QUEDA CON NOSOTROS
Por Pedro Juan Díaz
1.- Últimamente pienso mucho en lo importante que es para los cristianos tener experiencia de Dios, para que nuestra fe se afiance en aquello que nos dice hoy Jesús en el evangelio: “tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna”. Y es que cuanto más nos vamos acercando a Dios, más le conocemos y más descubrimos su amor, y no tantas cosas raras que a veces decimos o pensamos de Él.
2.- Y experiencia de Dios fue lo que vivió Moisés en el monte Sinaí, como nos ha contado la primera lectura, del libro del Éxodo. Allí, en aquel monte, “el Señor bajó en la nube y se quedó con él”. Dios toma la iniciativa y quiere darse a conocer. Es un Dios cercano, amigo del hombre, “compasivo y misericordioso”, que ha creado todas las cosas y a las personas para que vivamos lo más posible su proyecto de felicidad, que no es otra cosa que el reino de Dios. La respuesta de Moisés al descubrir a un Dios tan cercano es la adoración y la reverencia, pero no desde un servilismo y una sumisión, sino desde el reconocimiento de la pequeñez y la limitación humana, que no son obstáculo para que Dios se acerque a nosotros (bien sabe Él de que “pasta” estamos hechos).
3.- Esa experiencia de Dios que vive Moisés no es nada en comparación con lo que Dios tenía preparado para sus hijos e hijas. San Pablo dirá: “cuando llegó el momento culminante de la historia Dios envío al mundo a su hijo Jesús”. Y durante más de 30 años Dios estuvo tan cerca que fue uno de los nuestros, un hombre más, semejante en todo a nosotros menos en el pecado. Y la experiencia de Dios se hizo carne en el rostro de Jesús de Nazaret. Y Dios paseaba por nuestros pueblos, caminaba por nuestras calles, hablaba con nuestros vecinos, jugaba con nuestros hijos, compartía nuestras alegrías y nuestras penas. Y todas las personas que se encontraron con Él fueron interiormente transformadas por esa experiencia de encontrarse con Dios cara a cara.
4.- Hoy en día, la presencia de Dios en medio de nosotros es a través del Espíritu Santo. La semana pasada celebrábamos Pentecostés, el envío de ese Espíritu que sigue acompañándonos y mostrándonos el rostro cercano de Dios. Un Espíritu que es el motor de nuestras vidas y de nuestras comunidades. Un Espíritu que nos une como hermanos y nos hace sentir una gran familia, más allá de los lazos de la sangre. Un Espíritu que, como decía San Pablo en la segunda lectura, nos invita a “tener un mismo sentir y vivir en paz”. Así es Dios, cercano, enamorado de nosotros, que quiere estar a nuestro lado como un enamorado quiere estar al lado de su amada. Así nos quiere Dios.
5.- Aquella experiencia que vivió Moisés se sigue repitiendo en el corazón de todas las personas que son capaces de reconocer al “Dios que baja y se queda con nosotros”. Ojala que esa experiencia nos ayude a conocerle mejor y a amarle más. Dios se nos da a conocer, se nos revela de manera cercana y cotidiana. Nosotros a veces deformamos su imagen, lo que Él es, porque nos falta experiencia de encontrarnos con Él en la vida y de conocerle tal cual es. Que esta celebración de la Santísima Trinidad nos acerque más al verdadero Dios en el que creemos, que tanto amó y sigue amando a sus hijos e hijas que se sigue dando a nosotros en la Eucaristía a través de su hijo Jesús, para que tengamos VIDA en abundancia.
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3.- CREER EN UN DIOS QUE ES COMUNIÓN Y FAMILIA
Por Gabriel González del Estal
1.- La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén siempre con vosotros. Este es el Dios en el que creemos los cristianos. Así lo decimos y así lo proclamamos cuando comenzamos nuestras eucaristías con estas palabras de San Pablo. Es una confesión explícita en el Dios Trinidad, en el Dios comunión y familia. No tenemos por qué intentar explicar teológicamente el misterio de la Santísima Trinidad, porque en ningún caso lo íbamos a conseguir del todo. El ser humano no puede entender, ni explicar a Dios. Un ser que es esencialmente infinito e inmenso no puede ser explicado con palabras humanas, siempre limitadas y finitas. Cuando hablamos del misterio de la Santísima Trinidad nos basta con creer lo que nos dice hoy San Pablo: que Dios, nuestro Padre, es gracia, es amor y es comunión. La gracia, el amor y la comunión nos la da el Padre a través de su hijo Jesucristo, enviándonos su Santo Espíritu. El Padre y el Hijo están unidos en una comunión indisoluble a través del Espíritu, que es Amor. El Padre es amor, el Hijo es amor y el Espíritu Santo es amor; todo Dios es Amor. Pero tenemos derecho a pensar que también nosotros formamos parte de esta Familia que forman el Padre, el Hijo y el Espíritu. Porque somos hijos de Dios y, por tanto, hermanos de Cristo, vivificados por el Espíritu Santo. También nosotros, si vivimos en comunión con Dios somos linaje de Dios, formamos parte de la familia de Dios. También nosotros “en Dios vivimos, nos movemos y somos”, como nos dice el mismo San Pablo. Este es nuestro mayor orgullo y nuestra mayor responsabilidad. En esta fiesta de la Santísima Trinidad le damos gracias a Dios por permitirnos formar parte de su familia y, al mismo tiempo, le prometemos hacer todo lo posible para ser unos buenos hijos, a ejemplo de su Hijo.
2.- Tanto amó Dios al mundo. La esencia de Dios es amor, amor de padre. De padre y madre, porque en Dios no hay distinción de género. No todos los padres humanos, ni todas las madres humanas, se distinguen por el amor, pero Dios padre y madre sí se distingue por el amor. Para entender humanamente el amor del Dios padre y madre nos basta con fijarnos en la conducta del padre en la parábola del hijo pródigo, o del padre misericordioso. El amor del padre de esta parábola llega a extremos difícilmente aceptables en nuestros comportamientos humanos: es todo ternura, compasión, misericordia, perdón. No hay reproches, ni condenas, ni memoria del pecado del hijo. El amor de Dios es así; así nos dibujó Cristo a su Padre en esta parábola, así quiere Cristo que veamos nosotros a su Padre y a nuestro Padre Dios.
3.- No mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. También el Hijo es todo amor; no ha venido a condenar, sino a salvar. Los discípulos de Cristo debemos reprimir un poco, o un mucho, nuestros impulsos habituales para juzgar y condenar al prójimo. El Espíritu de Cristo debe manifestarse en nosotros más por nuestra facilidad en perdonar, que por nuestro empeño en condenar. Claro que nuestra inteligencia tiende fácilmente a juzgar y, en muchos casos, a condenar, pero nuestro amor debe inclinarse preferentemente al perdón y a la misericordia. Así fue el corazón de Cristo y así debe ser nuestro corazón.
4.- Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad. Así hemos querido reconocer a nuestro Dios todos los creyentes de las tres grandes religiones: judíos, cristianos y musulmanes. Así lo reconoció Moisés, así lo vivió Cristo, así lo escribió repetidamente Mahoma en el Corán. Que este nuestro reconocimiento del Dios compasivo y misericordioso no se quede sólo en un reconocimiento verbal y teórico, sino que así lo vivamos en nuestro comportamiento diario. Es la mejor confesión que podemos hacer del Dios Trinidad, del Dios familia, del Dios comunión.

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