Evangelio del Domingo III Semana de Pascua. Ciclo A. 08 de mayo 2011
† Lectura del santo Evangelio según san Lucas (24, 13-35)
Gloría a ti, Señor.
El mismo día de la resurrección, iban dos de los discípulos hacia un pueblo llamado Emaús, situado a unos once kilómetros de Jerusalén, y comentaban todo lo que había sucedido.
Mientras conversaban y discutían, Jesús se les acercó y comenzó a caminar con ellos; pero los ojos de los dos discípulos estaban velados y no lo reconocieron. El les preguntó: “¿De qué cosas vienen hablando, tan llenos de tristeza?”
Uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: “¿Eres tú el único forastero que no sabe lo que ha sucedido estos días en Jerusalén?”
El les preguntó: “¿Qué cosa?”
Ellos le respondieron: “Lo de Jesús el nazareno, que era un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo.Cómo los sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron.
Nosotros esperábamos que él sería el libertador de Israel, y sin embargo, han pasado ya tres días desde que estas cosas sucedieron. Es cierto que algunas mujeres de nuestro grupo nos han desconcertado, pues fueron de madrugada al sepulcro, no encontraron el cuerpo y llegaron contando que se les habían aparecido unos ángeles, que les dijeron que estaba vivo. Algunos de nuestros compañeros fueron al sepulcro y hallaron todo como habían dicho las mujeres, pero a él no lo vieron”.
Entonces Jesús les dijo:
“¡Qué insensatos son ustedes y qué duros de corazón para creer todo lo anunciado por los profetas! ¿Acaso no era necesario que el Mesías padeciera todo esto y así entrara en su gloria?” Y comenzando por Moisés y siguiendo con todos los profetas, les explicó todos los pasajes de la Escritura que se referían a él.
Ya cerca del pueblo a donde se dirigían, él hizo como que iba más lejos; pero ellos le insistieron, diciendo: “Quédate con nosotros, por que ya es tarde y pronto va a oscurecer”. Y entró para quedarse con ellos.
Cuando estaban a la mesa, tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero él se les desapareció. Y ellos se decían el uno al otro: “¡Con razón nuestro corazón ardía, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras!”.
Se levantaron inmediatamente y regresaron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, los cuales les dijeron:
“De veras ha resucitado el Señor y se le ha aparecido a Simón”. Entonces ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.
Reflexión:
En el evangelio, dos discípulos, que no eran del grupo de los once (v.33) se dirigen a Emaús. Probablemente se trata de un hombre y una mujer, casados, (también había mujeres discípulas), que regresaban a su pueblo natal frustrados por los últimos acontecimientos de la capital. Mientras conversaban, Jesús se acerca y comienza a caminar con ellos, al fin y al cabo es el Emmanuel. Pero ellos no pueden reconocerlo, sus ojos están cerrados. ¿Por qué? Porque en el fondo todavía tenían la idea de un mesías profeta-nacionalista, que conquistaría el mundo entero para ser dominado por las autoridades de Israel, un mesías necesariamente triunfador. Por eso, estaban viendo en la cruz y en la muerte del maestro, el fracaso de un proyecto en el cual habían puesto sus esperanzas.
Serán las Escrituras las primeras gotas que Jesús echa en los ojos del corazón de estos discípulos, para que puedan ver y entender que no es con el triunfalismo mesiánico, sino con el sufrimiento del siervo de Yavé, como se conquista el Reino de Dios; un sufrimiento que no es masoquismo, sino un cargar conscientemente con las consecuencias de la opción de amar a la humanidad, actitud difícil de entender en una sociedad dominada por un poder de dominio que mata a quien se interpone en su camino. Por la vida, hasta dar la misma vida, es el testimonio de Jesús ante sus dos compañeros.
El relato de los discípulos de Emaús es una pieza bellísima, evidentemente teológica, literaria. No es, en absoluto, una narración ingenua directa de un hecho tal como sucedió. Es una composición elaborada, simbólica, que quiere dar un mensaje. Y como todo símbolo, que no lleva adjunto un manual de explicación, permanece «abierto», es decir, es susceptible de múltiples interpretaciones. Y desde cada nuevo contexto social, en cada nueva hora de la historia, los creyentes se confrontarán con ese símbolo y extraerán nuevas lecciones.
Nos dice San Agustin:
«Pues bien, hermanos, ¿cuándo se dejó reconocer el Señor? En la fracción del pan. En nosotros no hay ninguna sorpresa: partimos el pan y reconocemos al Señor. (...) Tú, que crees en El, que no llevas en vano el nombre de cristiano; tú, que no entras en la Iglesia por azar; tú, que escuchas la palabra de Dios con temor y esperanza, hallas consuelo en la fracción del pan. La ausencia de Dios no es una ausencia. Ten fe, y El estará contigo, aunque no lo veas. Estos discípulos durante su conversación con el Señor no tenían fe. No creían que hubiese resucitado y no sabían que podía resucitar. Caminaban, muertos, junto a un viviente; caminaban, muertos, junto a la vida. Junto a ellos caminaba la vida. Pero en sus corazones no había renacido vida alguna.
Si tú quieres la vida, imita a los discípulos y reconocerás al Señor. Le ofrecieron su hospitalidad. El Señor parecía decidido a seguir camino, pero lo retuvieron. Cuando llegaron al término de su viaje, le dijeron: «Quédate con nosotros, porque es tarde y el día se acaba» Retened con vosotros al extranjero, si queréis reconocer al Señor. La hospitalidad les devolvió lo que la duda les había quitado. El Señor se manifestó en la fracción del pan. Aprended a buscar al Señor, a poseerlo, a reconocerlo cuando coméis. Instruidos en esta verdad, los fieles entienden el sentido de este texto mejor que aquéllos que no son iniciados."
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