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viernes, 28 de enero de 2011

Evangelio del Sabado III Semana Tiempo Ordinario. Ciclo A. 29 de enero 2011

Evangelio del Sábado III Semana Tiempo Ordinario. Ciclo A. 29 de enero 2011.

† Lectura del santo Evangelio según san Marcos (4, 35-41)
Gloria a ti, Señor.

Un día, al atardecer, Jesús dijo a sus discípulos: “Vamos a la otra orilla del lago”.
Entonces los discípulos despidieron a la gente y condujeron a Jesús en la misma barca en que estaba. Iban además otras barcas.
De pronto se desató un fuerte viento y las olas se estrellaban contra la barca y la iban llenando de agua. Jesús dormía en la popa, reclinado sobre un cojín.
Lo despertaron y le dijeron:
“Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?” El se despertó, reprendió al viento y dijo al mar: “¡Cállate, enmudece!” Entonces el viento cesó y sobrevino una gran calma. Jesús les dijo: “¿Por qué tenían tanto miedo? ¿Aún no tienen fe?” Todos se quedaron espantados y se decían unos a otros: “¿Quién es éste, a quien hasta el viento y el mar obedecen?”

Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

Reflexión:
El relato que leemos hoy es ante todo una instrucción catequética entorno a la fe del discípulo y de la comunidad creyente. Marcos nos relata que Jesús, junto con los suyos, decide “pasar a la otra orilla”; es decir, al territorio de la Decápolis, lugar pagano y, según la mentalidad de la época, relacionado con el demonio. Jesús quiere que la Buena Nueva del Reino llegue a territorio pagano, pero las fuerzas del mal, representadas por el mar y la tormenta, no lo permiten y, en cambio, hace que los discípulos se angustien y se llenen de temor ante la inclemencia de las aguas. El mal parece haber triunfado, pues los discípulos se muestran impotentes frente a una situación tan aterradora; sin embargo, Jesús vence a la tormenta con sólo una orden. Esta actitud cobarde de los discípulos es cuestionada por Jesús, ya que es signo de una fe aún débil, que necesita señales prodigiosas o extraordinarias (sanaciones o milagros) para poder creer; no son suficientemente conscientes de la presencia salvífica de Jesús en medio de ellos. La fe del discípulo se caracteriza por reconocer que Dios se hace presente en su vida y en la comunidad, que actúa desde dentro y que desde allí salva.

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