Meditación: Viernes de la semana 34 del tiempo ordinario. Ciclo A. 25 de noviembre, 2011
«Y les dijo una parábola: “Observad la higuera y todos los árboles. Cuando ya echan brotes, al verlos, conocéis por ellos que ya está cerca el verano. Así también vosotros cuando veáis que sucede todo esto, sabed que está cerca el Reino de Dios. En verdad os digo que no pasará esta generación hasta que se cumpla todo esto. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán». (Lucas 21,29-33)
1º. Jesús, profetizas que la destrucción de Jerusalén va a suceder en esa misma generación.
Muchos de tus apóstoles serían gente joven entre veinte y treinta años; cuando cuarenta años más tarde los romanos destruyen Jerusalén y el templo desde el que te habían oído esta profecía, se acordarían de tus palabras.
Sin embargo, la destrucción de Jerusalén no es el fin del mundo; es sólo un símbolo: «porque es necesario que sucedan primero estas cosas, pero el fin del mundo no es inmediato» (Lucas 21, 9).
Jesús, también es cierto que «no pasará esta generación» hasta que llegue el fin de los tiempos.
En este caso, «generación» tiene un sentido más amplio: la generación de los creyentes, la Iglesia.
Porque generación también significa estilo de vida y cultura.
En este sentido dicen los salmos: «ésta es la generación de los que buscan al Señor» (Salmo 24, 6); es decir, éste es el pueblo de los que creen en Dios, el pueblo escogido.
Jesús, Tú sabes que, durante la historia, habrá muchos cambios: lo que está de moda hoy, es considerado antiguo mañana, y se olvidará pasado mañana. «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán».
Todo pasa, pero tu palabra permanece.
Y no te refieres a tu palabra escrita -la Biblia- porque hay libros más antiguos que también han llegado hasta nosotros.
Te refieres a tu palabra de vida: a tu enseñanza y a los medios que has dejado para vivirla.
Tu palabra «viva y eficaz» se mantiene a lo largo de los siglos en tu Iglesia.
La Iglesia tiene la misión -con la ayuda del Espíritu Santo- de custodiar fielmente tu doctrina y tus Sacramentos.
2º. «Carga sobre mí la solicitud por todas las iglesias», escribía San Pablo, y este suspiro del Apóstol recuerda a todos los cristianos -¡también a ti!- la responsabilidad de poner a los pies de la Esposa de Jesucristo, de la Iglesia Santa, lo que somos y lo que podemos, amándola fidelísimamente, aun a costa de la hacienda, de la honra y de la vida» (Forja.-584).
Jesús, aunque has prometido que la Iglesia permanecerá hasta el final de los tiempos, y que siempre contará con tu ayuda para custodiar tu palabra, Tú cuentas con la fidelidad de los cristianos de cada generación para que pongan en práctica tus mandamientos y extiendan tus enseñanzas por toda la tierra.
En concreto, esperas de cada uno y de cada una que seamos santos: que sepamos ofrecerte nuestro trabajo y nuestro descanso especialmente en la celebración de la Santa Misa.
«Los laicos, consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, están maravillosamente llamados y preparados para producir siempre los frutos más abundantes del Espíritu. En efecto, todas sus obras, oraciones, tareas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida, si se llevan con paciencia, todo ello se convierte en sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo, que ellos ofrecen con toda piedad a Dios Padre en la celebración de la Eucaristía uniéndolos a la ofrenda del cuerpo del Señor. De esta manera, también los laicos, como adoradores que en todas partes llevan una conducta sana, consagran el mundo mismo a Dios» (CEC.-901).
Jesús, Tú pides a cada cristiano -a mí- que ame a la Iglesia como a una madre, puesto que la Iglesia me ha dado la vida espiritual con el Bautismo, y me sustenta con los Sacramentos y con la doctrina cristiana.
Y no sólo debo quererla, sino también sentir -como San Pablo- el peso de la Iglesia: la responsabilidad de colaborar para que cumpla su misión fielmente.
Ayúdame a amar a tu Iglesia fidelísimamente, aún a costa de la hacienda, de la honra y de la vida.
Esta meditación está tomada de: “Una cita con Dios” de Pablo Cardona. Tiempo ordinario. Ediciones Universidad de Navarra. S. A. Pamplona.
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