Meditación: Jueves XVI Semana T. O. Ciclo A. 21 de julio 2011
«Los discípulos se acercaron a decirle: ¿Por qué les hablas en parábolas? El les respondió: A vosotros se os ha dado conocer los misterios del Reino de los Cielos, pero a ellos no se les ha dado. Porque al que tiene se le dará y abundará, pero al que no tiene incluso lo que tiene se le quitará. Por eso les hablo en parábolas, porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden. Y se cumple en ellos la profecía de Isaías, que dice: Con el oído oiréis, pero no entenderéis, con la vista miraréis, pero no veréis. Porque se ha embotado el corazón de este pueblo, han hecho duros sus oídos, y han cerrado sus ojos; no sea que vean con los ojos, y oigan con los oídos, y entiendan con el corazón y se conviertan, y yo los sane. Bienaventurados, en cambio, vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen. Pues en verdad os digo que muchos profetas y justos ansiaron ver lo que vosotros estáis viendo y no lo vieron, y oír lo que vosotros estáis oyendo y no lo oyeron.» (Mateo 13,10-17)
1º. Jesús, con qué pena debías explicar esto a tus discípulos: «han hecho duros sus oídos y han cerrado sus ojos.»
Habías venido a salvarlos, a redimirlos del pecado dando tu vida entera por ellos.
Pero se habían cerrado a la gracia de la conversión.
Te quejas del pueblo escogido, pero es una queja acompañada de lágrimas, como cuando te lamentas llorando ante la ciudad de Jerusalén: «Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina cobija a sus polluelos bajo las alas, y no quisiste» (Mateo 23,37)
Jesús, Tú me has demostrado lo mucho que me quieres muriendo por mí en la cruz.
¿Cómo correspondo a ese amor?
¿Qué hago con la vida de la gracia y con los sacramentos, que son consecuencia de ese amor tuyo por los hombres?
¿Cuido mi formación doctrinal, de modo que entienda tus palabras con mayor profundidad?
¿Lucho para que no se enturbie mi mirada, para que mi corazón esté siempre limpio, para que no se me cierren los ojos de la visión sobrenatural?
«Preséntame un corazón amante y comprenderá lo que digo. Preséntame un corazón inflamado en deseos, un corazón hambriento, un corazón que, sintiéndose solo y desterrado en este mundo, esté sediento y suspire por las fuentes de la patria eterna, preséntame un tal corazón y asentirá en lo que digo. Si, por el contrario, hablo a un corazón frío, éste nada sabe, nada comprende de lo que estoy diciendo» (San Agustín).
Jesús, no quiero endurecer mi corazón; no quiero salir del cobijo de tus alas -que son tus mandamientos buscando una falsa libertad en los placeres y comodidades de la tierra.
Ayúdame a volver a Ti una y otra vez, a pedirte perdón cuando no esté a la altura de mi condición de hijo de Dios, de modo que me convierta y me sanes.
2º. «Si nos sentimos hijos predilectos de nuestro Padre de los Cielos, ¡que eso somos!, ¿cómo no vamos a estar alegres siempre? –Piénsalo. (Forja.-266).
Jesús, llamas a los apóstoles «bienaventurados» -es decir: felices, alegres- porque han convivido contigo, oído tus palabras y visto tus milagros.
«Muchos profetas y justos» ansiaron conocerte, pero tuvieron que conformarse con la esperanza de que, algún día, el Mesías salvaría al pueblo escogido.
Yo, que no soy profeta ni justo, tengo la gran suerte -si quiero- de poder conocerte, tratarte y convivir contigo con la misma intimidad que los apóstoles.
Jesús, además, con tu muerte en la cruz, me has hecho hijo de Dios, heredero del Cielo.
Y te has quedado en la Eucaristía, para que te pueda recibir, para que te pueda tener en mí.
¿Cómo no vamos a estar alegres siempre?
Ningún acontecimiento de este mundo, por más doloroso o trágico que resulte, puede ensombrecer esa alegría interior, profunda, que nace de saber que Dios es mi Padre, y que todo lo que me ocurre está previsto por El.
Jesús, que no pierda nunca esa alegría profunda de hijo de Dios, aunque sufra o llore como los demás.
La alegría es el estado propio del que no endurece su corazón ni cierra sus ojos a la gracia, del que sabe convertirse –arrepentirse- una y otra vez, pidiendo perdón en la confesión.
Además, si me esfuerzo por no perder esa alegría de hijo de Dios, Tú me la aumentas aún más: «Porque al que tiene se le dará y abundará, pero al que no tiene incluso lo que tiene se le quitará.»
Esta meditación está tomada de: “Una cita con Dios” de Pablo Cardona. Tiempo ordinario. Ediciones Universidad de Navarra. S. A. Pamplona.
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