Meditación: Lunes XIX Semana T. O. Ciclo A. 8 de agosto 2011
«Cuando estaban en Galilea les dijo Jesús: El Hijo del Hombre debe ser entregado en manos de los hombres, que lo matarán, pero al tercer día resucitará. Y se pusieron muy tristes. Llegados a Cafarnaún, se acercaron a Pedro los recaudadores del tributo y le dijeron: ¿No va a pagar vuestro Maestro la didracma? Respondió. Sí. Al entrar en la casa se anticipó Jesús y le dijo: ¿Qué te parece, Simón? ¿De quiénes reciben tributo o censo los reyes de la tierra, de sus hijos o de los extraños? Al responderle que de los extraños, le dijo Jesús: Luego los hijos están exentos; pero para no escandalizarlos, ve al mar, echa el anzuelo y el primer pez que pique sujétalo, ábrele la boca y encontrarás un estárter; tómalo y dalo por mí y por ti.» (Mateo 17,22-27)
1º. Jesús, qué lógica la reacción de los apóstoles ante tu anuncio de la Pasión.
Al principio Pedro quiso que cambiaras de idea.
Pero ahora aunque siguen sin entenderlo muy bien se dan cuenta de que va en serio: vas a ser entregado «en manos de los hombres» y te matarán.
«Y se pusieron muy tristes.»
Han aprendido a quererte de verdad; lo han dejado todo por Ti, y ahora les dices que te van a matar.
Pobres apóstoles.
No entendían aquella muerte tan injusta.
Y mucho menos aún entendían lo de que ibas a resucitar al tercer día.
Por eso están tristes.
No entienden que la Cruz es el principio de la Resurrección: la muerte es la puerta de la vida.
Y esta verdad se aplica también a mi vida.
Como dice San Pablo: «Si somos hijos de Dios, también herederos: herederos de Dios, y coherederos de Cristo, con tal de que padezcamos con él, para ser con El glorificados» (Romanos 8,17).
Jesús, me pides que muera a mi mismo a mis caprichos, a mi soberbia, a mi comodidad de modo que Tú puedas vivir en mí.
Por eso la Cruz es la señal del cristiano.
Para que Tú me reconozcas como uno de los tuyos, como hijo de Dios y por tanto heredero de la gloria, mi vida diaria debe estar marcada con esta señal.
2º. «Se ha promulgado un edicto de César Augusto, que manda empadronarse a todos los habitantes de Israel. Caminan María y José hacia Belén... ¿No has pensado que el Señor se sirvió del acatamiento puntual a uno ley, para dar cumplimiento a su profecía?
Ama y respeta lo normas de una convivencia honrada, y no dudes de que tu sumisión leal al deber será, también, vehículo para que otros descubran la honradez cristiana, fruto del amor divino, y encuentren a Dios» (Surco.-322).
Jesús, después de dejar claro a Pedro que Tú eres el Hijo de Dios, y que por tanto no estabas sujeto a pagar un impuesto que era para el culto divino -los hijos están exentos-, prefieres «no escandalizarlos» y cumplir con aquel deber, que se había convertido en una obligación cívica por la ley judía de aquellos tiempos.
De este modo, además, me muestras -como ya lo habían hecho José y María con el edicto del César- que debo cumplir las leyes civiles, siempre y cuando sean acordes con una convivencia honrada, es decir, con las normas de la moral natural.
Pagar unos impuestos justos, seguir las normativas legales en los negocios, obedecer las leyes de tráfico o las indicaciones de la autoridad competente, son también deberes cristianos.
«Lo autoridad sólo se ejerce legítimamente si busca el bien común del grupo en cuestión y si, para alcanzarlo, emplea medios moralmente lícitos. Si los dirigentes proclamasen leyes injustas o tomasen medidos contrarias al orden moral, estas disposiciones no pueden obligar en conciencia. En semejante situación, la propia autoridad se desmorona por completo y se origina una iniquidad espantosa» (CEC.-1903).
De la misma manera que mi amor a Ti me debe llevar a obedecer las leyes justas, ese mismo amor me debe llevar a oponerme a las leyes injustas con todos los medios de que disponga.
Leyes como la que permite el aborto o la que impide la libertad en la educación, chocan frontalmente contra la ley natural y, por tanto, contra la fe.
No puedo desentenderme del deber de luchar para que las leyes de la sociedad sean justas, acordes con la ley natural.
Esta meditación está tomada de: “Una cita con Dios” de Pablo Cardona. Tiempo ordinario. Ediciones Universidad de Navarra. S. A. Pamplona.
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