Meditación: Sábado XIX Semana T.O. Ciclo A. 13 de agosto 2011; año impar
«Entonces le presentaron unos niños, para que les impusiera las manos y orase; pero los discípulos les reñían. Ante esto, Jesús, dijo: Dejad a los niños que vengan a mí, porque de éstos es el Reino de los Cielos. Y después de imponerles las manos, se marchó de allí» (Mateo 19, 13-15)
1º. Jesús, ¿por qué los discípulos riñen a los que te presentaban a esos niños?
Claramente esas personas tienen una buena intención: que les impongas tus manos y que ores por ellos.
Sin embargo, probablemente los discípulos pensaran que era una pérdida de tiempo para el Maestro tener que atender a unos niños, pues todavía no eran capaces de entender tu mensaje.
Tu respuesta es clara: «dejad a los niños que vengan a mí».
Hay gente que no quiere bautizar a los niños porque prefieren esperar a que puedan decidir por sí solos.
Tal vez sin darse cuenta, les están impidiendo que se acerquen a Ti.
Además, de esta manera, les dificultan la posibilidad de que te encuentren en el futuro.
Al igual que una buena madre da a sus hijos pequeños el mejor alimento, sin dejar que escojan, es lógico que les den también el mejor alimento espiritual, la puerta de toda gracia: el Bautismo.
«Puesto que nacen con una naturaleza humana caída y manchada por el pecado original, los niños necesitan también el nuevo nacimiento en el Bautismo para ser librados del poder de las tinieblas y ser trasladados al dominio de la libertad de los hijos de Dios, a la que todos lo hombres están llamados. La pura gratuidad de la gracia de la salvación se manifiesta particularmente en el bautismo de niños. Por tanto, la Iglesia y los padres privarían al niño de la gracia inestimable de ser hijos de Dios si no le administraran el Bautismo poco después de su nacimiento.» (C. I. C.-1250)
«Porque de éstos es el Reino de los Cielos.»
Jesús, quieres que yo también sea pequeño en mi vida espiritual: que me sienta necesitado de tu ayuda, que confíe plenamente en Ti, que no me asuste ante las dificultades, que no me avergüence confesar mis pecados, que sepa amar con ternura, que me invada la seguridad, alegría y paz propia de saberme hijo pequeño de Dios.
2º. «Cuando éramos pequeños, nos pegábamos a nuestra madre, al pasar por caminos oscuros o por donde había perros.
Ahora, al sentir las tentaciones de la carne, debemos juntarnos estrechamente a Nuestra Madre del Cielo, por medio de su presencia bien cercana y por medio de las jaculatorias.
Ella nos defenderá y nos llevará a la luz» (Surco 847).
María, Jesús quiso -desde la Cruz- que te tratara como madre.
Sabía que, aunque la gracia que me estaba consiguiendo con su sacrificio es más que suficiente para que me haga santo, iba a necesitar la ayuda de aquélla que era Inmaculada y Reina del Universo.
María, tú me quieres con amor de madre, me comprendes, me disculpas, estás pendiente de mí, como lo está una madre de su hijo pequeño.
El problema es que, a veces, yo no estoy tan pendiente de ti: voy a mi aire, por mi cuenta, sin atender a tus consejos y a tus cuidados.
Y en los momentos de debilidad, al sentir las tentaciones de la carne, me encuentro solo, perdido, sin fuerzas.
He querido ser mayor en la vida espiritual, y me he olvidado de que el Reino de los Cielos es para los que se hacen como niños.
Madre, me podrás ayudar en los momentos difíciles si te tengo a mi lado por medio de tu presencia bien cercana y por medio de las jaculatorias.
Si me esfuerzo en saludar a tus imágenes tal vez llevando una estampa en la cartera, como los novios tienen el retrato de la novia para mirarla de vez en cuando, si trato de rezar el rosario con atención, el Ángelus a mediodía y las tres avemarías por la noche, cuando me encuentre a oscuras o en peligro, tú me defenderás y me llevarás a la luz.
Esta meditación está tomada de: “Una cita con Dios” de Pablo Cardona. Tiempo ordinario. Ediciones Universidad de Navarra. S. A. Pamplona.
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