Evangelio del Domingo III Semana Tiempo Ordinario. Ciclo B. 22 de Enero, 2012
† Lectura del santo Evangelio según san Marcos (1, 14-20)
Gloria a ti, Señor.
Después de que arrestaron a Juan el Bautista, Jesús se fue a Galilea para predicar el
Evangelio de Dios y decía:
“Se ha cumplido el tiempo y el Reino de Dios ya está cerca. Arrepiéntanse y crean en el Evangelio”.
Caminaba Jesús por la orilla del lago de Galilea, cuando vio a Simón y a su hermano, Andrés, echando las redes en el lago, pues eran pescadores. Jesús les dijo: “Síganme y haré de ustedes pescadores de hombres”. Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron.
Un poco más adelante, vio a Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo, que estaban en una barca, remendando sus redes. Los llamó, y ellos, dejando en la barca a su padre con los trabajadores, se fueron con Jesús.
Palabra del Señor.
Gloria a ti Señor, Jesús.
Comentario:
Después de narrarnos los comienzos del evangelio con Juan Bautista, con la unción mesiánica de Jesús en el río Jordán y con sus tentaciones en el desierto, Marcos nos relata, en unas frases muy condensadas, los comienzos de la actividad pública de Jesús: es el humilde carpintero de Nazaret que ahora recorre su región, la próspera pero malafamada Galilea, predicando en las aldeas y ciudades, en los cruces de los caminos, en las sinagogas y en las plazas. Su voz llega a quien quiera oírlo, sin excluir a nadie, sin exigir nada a cambio. Una voz desnuda y vibrante como la de los antiguos profetas. Marcos resume el entero contenido de la predicación de Jesús en estos dos momentos: el reinado de Dios ha comenzado es que se ha cumplido el plazo de su espera y ante el reinado de Dios sólo cabe convertirse, acogerlo, aceptarlo con fe.
Muchos reinados recordaban los judíos que escuchaban a Jesús: el muy reciente reinado de Herodes el Grande, sanguinario y ambicioso; el reinado de los asmoneos, descendientes de los libertadores Macabeos, reyes que habían ejercido simultáneamente el sumo sacerdocio y habían oprimido al pueblo, tanto o más que los ocupadores griegos, los seléucidas. Recordaban también a los viejos reyes del remoto pasado, convertidos en figuras de leyendas doradas, David y su hijo Salomón, y la lista tan larga de sus descendientes que por casi 500 años habían ejercido sobre el pueblo un poder totalitario, casi siempre tiránico y explotador. ¿De qué rey hablaba ahora Jesús? Del anunciado por los profetas y anhelado por los justos. Un rey divino que garantizaría a los pobres y a los humildes la justicia y el derecho y excluiría de su vista a los violentos y a los opresores. Un rey universal que anularía las fronteras entre los pueblos y haría confluir a su monte santo a todas las naciones, incluso a las más bárbaras y sanguinarias, para instaurar en el mundo una era de paz y fraternidad, sólo comparable a la era paradisíaca de antes del pecado.
Este «reinado de Dios» que Jesús anunciaba hace 2000 años por Galilea, sigue siendo la esperanza de todos los pobres de la tierra. Ese reino que ya está en marcha desde que Jesús lo proclamara, porque lo siguen anunciando sus discípulos, los que Él llamó en su seguimiento para confiarles la tarea de pescar en las redes del Reino a los seres humanos de buena voluntad. Es el Reino que proclama la Iglesia y que todos los cristianos del mundo se afanan por construir de mil maneras, todas ellas reflejo de la voluntad amorosa de Dios: curando a los enfermos, dando pan a los hambrientos, calmando la sed de los sedientos, enseñando al que no sabe, perdonando a los pecadores y acogiéndolos en la mesa fraterna; denunciando, con palabras y actitudes, a los violentos, opresores e injustos.
A nosotros corresponde, como a Jonás, a Pablo y al mismo Jesús, retomar las banderas del reinado de Dios y anunciarlo en nuestros tiempos y en nuestras sociedades: a todos los que sufren y a todos los que oprimen y deben convertirse, para que la voluntad amorosa de Dios se cumpla para todos los seres del universo.
Para la revisión de vida
Con frecuencia pensamos que ser cristiano consiste en ratificar el credo en todos sus artículos y aceptar sin fisuras en nuestra mente todos los dogmas y proposiciones que la Iglesia nos haga; olvidamos que lo esencial no está en la mente sino en el corazón y en la vida, que lo esencial es el encuentro personal con el proyecto de Dios, su propuesta, en la Causa de Jesús. ¿Es mi fe una simple amistad con Jesús, una apasionada opción vital por su Causa (el Proyecto de Dios, ¡su Reinado!, razón de mi vida)?
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