Meditación: Viernes de la semana 24 del tiempo ordinario; 16 de septiembre, 2011. Año impar
«Sucedió, después, que él recorría ciudades y aldeas predicando y anunciando la buena nueva del Reino de Dios; le acompañaban los doce y algunas mujeres que habían sido libradas de espíritus malignos y de enfermedades: Maria, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios; y Juana, mujer de Cusa, administrador de Herodes; y Susana, y otras muchas que le asistían con sus bienes.» (Lucas 8, 1-3)
1º. Jesús, en tus recorridos por toda Judea y Galilea no caminas solo.
Contigo viajan los apóstoles y otros discípulos, entre los que el Evangelio de hoy destaca algunas mujeres que habías curado «y otras muchas que le asistían con sus bienes».
Hombres y mujeres a tu servicio, siguiéndote de cerca, entregándote sus bienes y sus vidas para colaborar en el anuncio de «la buena nueva del Reino de Dios.»
Jesús, en este grupo de discípulos veo una imagen de lo que es la Iglesia: mujeres y hombres que te siguen de cerca, que te acompañan en tu misión salvífica, y que te sirven con sus bienes.
Por ser cristiano, yo también estoy llamado a acompañarte y a servirte.
Y esto lo puedo hacer en cualquier circunstancia y condición: estudiando o trabajando, siendo soltero o casado, gozando de salud o padeciendo enfermedad.
Jesús, ¡qué les debías contar a esos discípulos tuyos -hombres y mujeres- en los momentos de calma e intimidad!
Además de charlas y tertulias agradables y entretenidas, les hablarías a solas para encenderlos de vibración apostólica, para darles confianza, para explicarles lo que no entendieran y para exigirles una mayor correspondencia.
Igualmente haces conmigo en estos ratos de oración: me hablas a solas, me enciendes, me explicas lo que no entiendo y me exiges.
2º. «Fíjate bien: hay muchos hombres y mujeres en el mundo, y ni a uno solo de ellos deja de llamar el Maestro. Les llama a una vida cristiana, a una vida de santidad, a una vida de elección, a una vida eterna» (Surco.-13).
Jesús, en cada tiempo histórico quieres tener a tu lado hombres y mujeres fieles en los que te puedas apoyar para difundir tu mensaje.
Como a los apóstoles y a las santas mujeres que te acompañaban, hoy también llamas a cada uno para que te siga, para que viva una vida cristiana, una vida de santidad, una vida de elección.
Jesús, no quiero rechazar tu llamada, no quiero dejarte solo.
Quiero acompañarte, ayudarte, servirte con lo que tengo -con mis bienes- y con lo que soy.
El modo de acompañarte, Jesús, no es único.
Lo importante es tenerte presente durante todo el día, hacer todas las cosas por Ti.
En mi trabajo, en mi estudio; en mis relaciones profesionales, familiares y sociales; en mis ratos de diversión y descanso, he de intentar hacerlo todo lo mejor posible, para podértelo ofrecer, como Abel, que te ofrecía lo mejor que tenía, y como las santas mujeres que te ofrecían sus bienes.
Jesús, la vida de santidad a la que me llamas consiste en tratar de hacer siempre tu voluntad.
Para ello necesito estar cerca de Ti, acompañarte en el sagrario, recibirte en la comunión.
Por eso, la oración y la comunión son medios insustituibles para vivir una vida cristiana.
Y luego, durante el día, debo ingeniármelas para acordarme frecuentemente de que Tú estás a mi lado, y yo al tuyo: teniendo una imagen de la Virgen en mi mesa de trabajo, en mi cuarto, en mi cartera...; ofreciéndote cada hora lo que voy a hacer en ese rato; repitiendo de vez en cuando alguna jaculatoria o pidiéndote por alguna intención.
Jesús, aunque por ser Dios no tienes necesidad de nada, Tú quieres que te siga y te sirva para darme mucho más de lo que yo pueda entregarte.
«El concede su benevolencia a los que le sirven por el hecho de servirle, y a los que le siguen por el hecho de seguirle, pero no recibe de ellos beneficio alguno porque es perfecto y no tiene ninguna necesidad. Si Dios solicita el servicio de los hombres es para poder, siendo bueno y misericordioso, otorgar sus beneficios a aquellos que perseveran en su servicio» (San Ireneo).
Jesús, a mí también me has curado de muchas enfermedades y me has librado de muchos peligros.
Que me decida de una vez a seguirte para anunciar «la buena nueva del Reino de Dios», para ser apóstol en el mundo que me ha tocado vivir.
Sé que al darte lo que tengo -mi tiempo, mis ilusiones- no estoy haciendo un sacrificio sobrehumano: estoy dándote lo que te corresponde porque es tuyo.
Además, Tú premias mi generosidad con el ciento por uno en la tierra y con la vida eterna en el cielo.
Esta meditación está tomada de: “Una cita con Dios” de Pablo Cardona. Tiempo ordinario. Ediciones Universidad de Navarra. S. A. Pamplona.
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